Informe del Milagro de la Sagrada Forma
Por D. Alejandro Damians.


En reiteradas ocasiones y a diversas personas he tenido que relatar la impresión que me causó el prodigio que tuve la oportunidad de presenciar en S. Sebastián de Garabandal del día 18 de julio de 1962.

Según mi estado de ánimo, la concurrencia, personalidad de los asistentes, e incluso la presencia de quienes ya hubieran oído mi relato, así como otras diversas circunstancias externas y de ambientación, mi reseña ha sido más o menos extensa e incluso detallada o perfecta.

Con el fin de evitar éstas, no contradicciones o discrepancias, pero sí ligeras variantes de mi relato, creí interesante y muy conveniente que mi descripción se ciñera a la lectura de un Informe que yo mismo pudiera relatar con aquella tranquilidad de espíritu tan conveniente y previo examen y análisis de todas y cada una de las circunstancias que rodearon los hechos. En dicho sentido fui aconsejado, así mismo por personsa de sano criterio y resolví no demorar por más tiempo esta narración, con el vivo deseo de que pueda ofrecer una sincera, clara y serena idea de mi intervención, en los hechos acaecidos en el pueblecito de S. Sebastián de Garabandal.

Hablaré de personas que, tal vez, muchos conocerán, y de otras cuya personalidad les será totalmente desconocida; no detallaré con exceso sus características, pero tampoco pasaré por alto su intervención.

Para quienes de una u otra forma, se hallan vinculados a tales hechos y circunstancias, mi relato podrá parecer monótono, mientras que para los demás será insuficiente y, quizás, incompleto. Sin embargo, lo más interesante para nosotros es Garabandal y creo que podemos, sin ningún riesgo, crear una confusión en los personajes si conseguimos, a cambio, una mayor claridad en los hechos.

Iniciaré, pues mi informe remontándome al lunes 16 de julio de 1962.

Sabía ya entonces, que para el próximo día 18 estaba anunciado el primer prodigio de Garabandal, o mejor dicho, el primer hecho extraordinario público o de transcendencia ya que allí, como en todas partes, los prodigios de Dios se suceden continuamente con el transcurso de la vida.

Siempre he creído ser un hombre de fe. Jamás he necesitado presenciar milagros para reafirmar mis creencias, pero la humana curiosidad me había llevado ya en el mes de marzo a visitar la pequeña aldea de la provincia de Santander. Sin ser particularmente impresionable, la bondad de sus habitantes, los éxtasis de las niñas, el ambiente sobrenatural que parece experimentarse al pisar aquellas tierras, la estoica resignación colectiva que aquellas gentes ante un cúmulo de circunstancias a todas luces extraordinarias y los extraños casos de índole personal interior, que me han sucedido, produjeron un marcado impacto en mis sentidos. No obstante, como experiencia me parecía ya suficiente y si bien tenía deseos de volver a Garabandal, estaba indeciso sobre la determinación a tomar en aquella ocasión.

Confieso sinceramente que estoy muy apegado a las comodidades, en cuanto mi situación y quehaceres lo permiten, y tal vez por ello estaba dispuesto a tomarme unas pequeñas vacaciones veraniegas en Premiá del Mar, intentando ignorar que para el prósimo día 18 estaba anunciado un prodigio que dificilmente tendría ocasión de presenciar. Me propuse buscar paliativos a mi abulia pretextando que si estaba destinado debía transladarme a la pequeña aldea se cumpliría la divina voluntad sin intervención por mi parte.

Un primo mio estaba deseoso de ir y yo había supeditado mi decisión a la suya; habímos convenido que antes de su partida, de regreso de un pueblecito de la costa, pasaría por mi residencia para que le confirmara si me unía o no a la expedición. La hora de la cita había sido fijada sobre las 7 de la tarde; transcurría con exceso dicha hora sin que tuviera al respecto, por lo que resolví acomodarme a la vida familiar, ya plenamente resuelto de no interrumpir mis cortas vacaciones.

En plena cena recibí su visita, indicándome que por motivos familiares le era imposible desplazarse pero que, un amigo suyo, estaba dispuesto a efectuar el viaje si encontraba un compañero; decline la invitación.

Cada vez se presentaban más propicias las circunstancias para excusarme; lo intempestivo de la hora, la imposibilidad de mi primo y la idea de realizar el viaje con quien todavía era un desconocido para mí, reforzaban mi decisión de quedarme en casa.

Y en este punto, en la forma más humana y sencilla, tuve plena conciencia de la voluntad divina en la presión que sobre mí ejercieron, no sólo mi esposa y mi primo de quienes ya esperaba semejante reacción, sino principalmente de mi hijo a quien su corta edad parecía no autorizar a ello; reconvenciones de mi esposa, consejos de mi primo y súplicas de mi hijo: al fin cedí.

A partir de este momento, los hechos se sucedieron a una velocidad vertiginosa; una conferencia telefónica al amigo de mi primo, nuestra cita para las cuatro de la madrugada, el viaje a Barcelona para, con mi esposa, preparar lo imprescindible y dejar una nota advirtiendo al despacho de mi ausencia por unos días... Todo fue realizándose de forma sucesiva, atropellada y como en una pesadilla. A las cuatro en punto pues, mi nuevo amigo con su hermano, mi esposa y yo, partimos en coche hacia el Norte.

En este momento es forzoso citar un detalle que estaba destinado a ser tal vez el más importante; antes de partir, mi primo me entregó una máquina de filmar de un amigo suyo, dándome una superficial indicación de cómo debía usarla, mayormente importante por cuanto mi incompetencia de dicha materia, era fruto de un total y absoluto desconocimiento de dicha técnica.

Nuestro viaje no ofrece detalles dignos de mención salvo su ininterrumpido rodar por la carretera puesto que, sin dormir, a las 10 de la noche del día 17 llegamos a Garabandal.

La pequeña aldea estaba invadida de forasteros. Sin publicidad alguna, la noticia de la primera prueba perceptible de la veracidad de los hechos y acontecimientos patentizados hasta la fecha, se había extendido por todo el país; una multitud procedente de diversas regiones y clases sociales daba un matiz excepcional al ambiente, en el que podía respirarse una expectación inusitada. Entre los visitantes había varios sacerdotes que departían entre sí y con D. Valentín, párroco de Cosío, que había subido hasta Garabandal, para los cultos que debían tener lugar al día siguiente, la fiesta mayor.

Encontramos habitación en casa de Encarna, tía de una de las niñas videntes, donde dejamos nuestro escaso equipaje, partiendo seguidamente hacia la de Conchita, una de las cuatro videntes y la que, precisamente, tenía anunciado el milagro.

Aquella noche presenciamos un éxtasis, como siempre extraordinario, que hizo aún más mella en nuestras sensibilidad, toda vez que nos hallabamos aguardando la demostración visible de lo sobrenatural.

Parece absurdo referirme al día siguiente, cuando en mi imaginación los días 17 y 18 constituyen un todo ininterrumpido, ya que a aquella noche que en aquellos momentos me pareció extraordinariamente larga, le sucedió un pálido amanecer nublado, de color gris plomizo, que parecía una continuación de la noche; a la misa de madrugada le siguió un pequeño bullicio de pueblo en fiesta, muy débil por la mañana y que fue aumentando en las primeras horas de la tarde.

Casi todo el día 18 lo pasé en el interior de la casa de Conchita con mi esposa, mi amigo y varios sacerdotes, así como otras personas desconocidas. Tuve ocasión de hablar con Fray Justo, sacerdote Franciscano con quien luego he sostenido correspondencia, y que en carta a un amigo mío decía cuan incrédulo había partido de Garabandal después del prodigio. No había de tardar mucho tiempo en ver la luz y rectificar, si bien es asunto que no es ahora ocasión de relatar.

Dos circunstancias se daban cita en aquella ocasión para albergar dudas si se produciría o no el prodigio anunciado; una de ellas, el ambiente festivo que reinaba en el pueblo; otra la presencia de sacerdotes. En algunas ocasiones anteriores, las niñas no habían entrado en éxtasis; de otra parte, la presencia de sacerdotes había motivado anteriormente el que las niñas recibieran la comunión normalmente y nunca por mediación del Angel.

El ambiente era de duda puesto que, en contra de tales hechos comprobados, se decía entre los visitantes que Conchita había avisado personalmente a algunos sacerdotes para que fueran el día 18, así como que a las preguntas que le fueron formulando aquel mismo día en tal sentido, había manifestado que ni la fiesta, ni la presencia de aquellos serían obstaculo para la realización del prodigio.

Sobre las tres de la tarde, Conchita anunció que se iba a almorzar, lo cual nos dio el convencimiento de que si lo que debía producirse era la comunión, tendríamos aún que esperar un mínimo de tres horas para que tuviera efecto. Así, entre dudas, esperanza, tedio e ilusión fue transcurriendo el día.

Rebasadas las 12 horas de la noche sin manifestación alguna que hiciera presagiar nada extraordinario, cundió el desaliento y la incredulidad.

Cerca de la una de la madrugada del día 19, cuando algunos habían emprendido el regreso a sus puntos de origen, como un reguero de pólvora se extendió la noticia de que, según la hora solar y la situación geográfica del pueblecito, el día 18 no terminaría hasta las 1,25 de la madrugada. Por aquel entonces, los que estábamos en el interior de la casa, sabíamos ya una cosa cierta: Conchita había recibido la primera llamada.

Poco después nos mandaron desalojar la casa y quedé en el portal en compañia de un amigo de la familia de Conchita, para evitar la entrada de cualquier persona. Desde mi emplazamiento dominaba la cocina y la escalera que conduce al piso superior de la casa. Allí se hallaba Conchita, creo que con una prima y un tío suyo, cuando entró en éxtasis.

Mi primera noticia fue verla bajar por la escalera, muy aprisa, con aquella actitud clásica en que sus facciones se dulcifican y embellecen. Al cruzar el portal, la gente que aguardaba ante la casa abrió paso el tiempo justo para dejarla pasar y a partir de este momento la multitud se arremolinó a su alrededor como un río desbordado que arrasa cuanto encuentra a su paso. Vi caer a muchas personas, que eran pisadas por el gentío desbordado, sin que yo sepa de nadie que resultara lesionado, aún cuando el aspecto de aquella masa a la carrera, empujándose unos a otros, no podía ser más aterrador.

Intenté mantenerme cerca de Conchita, pero cinco o seis filas de personas se interponían entre nosotros; a veces, la distinguía aunque con escasa claridad. Dobló al a izquierda, pasó por el pasadizo que forma la fachada lateral de la casa con un muro bajo, volvió a torcer a la izquierda, y el centro de aquella callejuela (relativamente ancha) cayó de repente de rodillas.

Fue tan inesperada su caída, que el alud de gente, por su propia inercia, la sobrepasó por los costados rebasándola; al librarme de esta suerte, de los que me precedían y separaban de Conchita, quedé inesperadamente a su derecha y a medio metro de su rostro. Aguanté con firmeza y grandes dificultades el empuje de mis seguidores, intentando con todas mis fuerzas no ser desplazado del privilegiado lugar en que me hallaba y lo conseguí. Los empujones fueron decreciendo, para quedar finalmente todo en relativa calma.

Poco antes de medianoche, las nubes que oscurecían el cielo, se habían disipado y el manto azulado se había iluminado de estrellas que brillaban alrededor de la luna. A su luz y a la de infinidad de linternas de mano que alumbraban la calleja, pude distinguir perfectamente que Conchita tenía la boca abierta y la lengua fuera, en la clásica actitud de comulgar. Estaba más bonita que nunca. Su expresión, su gesto, lejos de provocar risa o presentar un aspecto vulgar e incluso ridículo, era de un misticismo impresionante y conmovedor.

De pronto, sin saber cómo, sin darme cuenta, sin que Conchita hubiese cambiado lo más mínimo la posición, la Sagrada Forma apareció en su lengua. Fue totalmente inesperado. No dio la impresión de estar depositada allí, sino que más bien podría decirse, que brotó a velocidad superior al de la percepción de la mirada humana.

Es imposible describir la impersión que sentí en aquel momento y que siento hoy al recordarlo. Sorpresa, asombro, confusión son sentimientos demasiado encontrados para definirlos en una sola expresión. Con éstas o parecidas frases he relatado una y otra vez cómo aconteció y jamás he podido evitar, al llegar a este punto, sentir aquella impresión maravillosa que encoge el corazón dentro del pecho, llenándolo de ternura y humedece los ojos en un deseo incontenible de llorar... Lágrimas de alegría, de satisfacción, de felicidad, de amor..., de lo que sea, pero lágrimas al fin.

Más tarde tuve conocimiento de que Conchita permaneció unos dos minutos reteniendo inmovil, sobre la lengua la Hostia hasta tragarla normalmente y besar el Crucifijo que llevaba en su mano. Según he podido saber unos meses más tarde, tan larga espera fue debida a que el Angel dijo a Conchita que la mantuviese a la vista hasta que la Virgen se le apareciera.

En aquellos momentos no me di cuenta del tiempo transcurrido; recuerdo, como en un sueño, las voces que reclamaban a gritos que me agachase, así como haber recibido un fuerte golpe sobre mi cabeza.

Colgada de mi brazo llevaba mi máquina de filmar; sin hacer caso de las protestas que surgáan a mi alrededor, sin recordar casi las instrucciones recibidas de mi primo, saqué el tomavistas de su estuche, apreté el disparador y filmé los últimos instantes de la comunión de Conchita. Jamás había utilizado ningún aparato similar, ni siquiera había filmado, y sólo tenía la seguridad de haber acertado en el enfoque de la figura, aunque por mi total carencia de técnica, menos aún de conocimientos adecuados, puse en duda el satisfactorio resultado de la película; incidían en ello, todavía otros factores como la adecuada clase de película, intensidad de luz, allí casi inexistente, etc...

Conchita se levantó aún en éxtasis, desapareciendo de mi vista seguida por todas las personas presentes en Garabandal. Más tarde supe que aquél duró alrededor de una hora. Por mi parte ya tenía bastantes emociones; me quedé sólo en un rincón, recostado en la pared y apretando contra mi cuerpo la máquina de filmar, con las pocas fuerzas que me quedaban.

Ignoro el tiempo que permanecí en aquel lugar y en aquella postura. Cuando la laxitud de mis miembros sucedió a la rigidez provocada por el nerviosismo, fui recorriendo el pueblo sin rumbo fijo y a paso lento. Cambié comentarios con la gente esparcida por todas partes y finalmente regresé a casa de Cochita, no se hallaba en trance y me escribió unas frases en una estampa.

Finalmente, me despedí de ella y de D. Valentín, que me había mandado llamar para pedirme mis señas y totalmente agotado partía de Garabandal, en dirección a Barcelona: eran las 3,15 de la madrugada.

No se qué opinarán los que lean este relato, ni la decisión que adoptará la Iglesia al juzgar los hechos. Lo ignoro en absoluto y es muy posible, al presente, que no sientan interés alguno por ello.

Lo único que sí puedo afirmar, sin ningún reparo ni duda, es que el día 18 de julio de 1962, para mí, en Garabandal ocurrieron dos milagros: el primero fue la comunión de Conchita, que revistió caracteres sobrenaturales de inapreciables proporciones; el segundo, siendo de menor alcance colectivo, pero no menos transcendente para mí, la prueba de la infinita condescendencia de la Virgen, porque sólo a Ella puedo deber la dicha de haber presenciado el prodigio.

Firmado: Alejandro Damians. Barcelona, Enero de 1963.

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